lunes, 20 de agosto de 2007

Capitulo cuarto

Mara le llamaban, y le gustaba pensar que le habían otorgado ese nombre por que en el fondo, y sus ojos lo atestiguaban, pertenecía al mar. Desgarbado y pequeñito para su edad nunca hablaba demasiado, unicamente observaba y sus enormes e inexpresivos ojos le iban diciendo como interpretar las pequeñas cosas que acontecían siempre ante sus respingonas narices. Llevaba una vida bastante tranquila y rutinaria y sólo variaba un poco los domingos, día en el cual se veía obligado acudir a la iglesia para escuchar los siempre mortalmente aburridos sermones del Padre Monsergas -así le apodaban cariñosamente-, y cuyo nombre verdadero nunca tuvo necesidad de conocer; ni él ni casi nadie, ya que cuando se dirigían a él bastaba con llamarle Padre para que se diera por aludido. No le disgustaba tampoco. Después de misa siempre había alguna comida especial que solía encantarle, arroz con algo era una buena definición.
De lunes a viernes se despertaba temprano junto a los primeros rayos de sol y antes de que cantara el gallo trotaba por el patio para silenciarle y evitar así que su cacareo despertara antes de tiempo al mundo. No antes de que él hiciera aquello que tanto le gustaba hacer...después liberaba el pico del gallo y se dirigía veloz a la cocina, donde aparecía a los pocos segundos su madre con un tazón enorme de leche. Sus hermanos alborotaban la mesa y se peleaban por el ultimo trozo de bizcocho. Con el cuaderno atado en un cinturón de cuero corría, como hacía siempre camino de la escuela, y se sentaba justo al lado de aquel muchacho silencioso que lucía una recortada matita de pelo color rojo fuego y que de vez en cuando, cuando el profesor expelía la lección a los alumnos del fondo le echaba unas miradas color caramelo que sus ojos nunca acertaban a interpretar. Miguel era un muchacho muy raro.
Tardaron muchas semanas en intercambiar alguna palabra y aun muchas más en caminar silenciosos después de clase. Vivían el uno frente al otro y, aunque ambos lo sabían, se hicieron los locos y fingieron que, sin más, aquellos bancos de madera colocados juntos les habían presentado. Cuando quedaba poco para vislumbrar la silueta de sus casas, Miguel se iba poco a poco separando hasta que repentinamente parecía que no habían caminado nunca juntos y se metía rápido por la puerta de caoba que se resguardaba bajo el lujoso porche de madera. A ojos de Mara el misterio que rodeaba el extraño comportamiento de su compañero de pupitre resultaba delicioso y siempre pensaba que no podría esperar a preguntarle el motivo al día siguiente pero; pasaban las estaciones y no averiguaba nada.
Cuando llegaba a casa se acercaba al corral y, abriendo con gran esfuerzo la pesada puerta de madera liberaba a las ovejas y con un palo las encaminaba al campo por el pequeño sendero que adornado de cipreses conducía tanto al campo como al cementerio. Después se subía a un alto y contemplaba desde lejos, mientras las ovejas zampaban incansables, el barranco tras el cual y bajo el cual se encontraba el mar. Tan azul y tan verde y tan espumoso...más de mil metros le separaban de su hogar.





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